domingo, 9 de diciembre de 2007

Reflexiones de un ególatra: Repugnancia

A riesgo de parecer el típico occidental acomodado –al fin y al cabo, es lo que soy si me comparo con la inmensa mayoría de la población mundial-, esta vez voy a hablar de cosas que me repugnan. O, más bien, de cosas que he presenciado y me han repugnado, hasta la indignación. Debo dichas sensaciones, distintas y contradictorias por ocupar polos opuestos, a los viajes que he realizado hasta el momento a lo largo de mi vida. Porque, en los viajes, se aprende de todo. Generalmente, te quedas con los recuerdos bonitos y positivos, pero también las dificultades hacen mella en el alma del viajero.

Durante mi estancia en El Cairo, experimenté el caos más extraño, que cobraba vida propia en medio de aquella gigantesca ciudad, la más poblada del continente africano. Una de las excursiones que hicimos nos condujo desde nuestro hotel en el centro a la cercana llanura de Giza, donde se encuentran las tres grandes pirámides. Mientras nos acercábamos a aquel lugar, tan célebre y turístico, rodeado de hoteles lujosos, recorrimos la llamada avenida de las Pirámides. Desde mi asiento en el autobús pude contemplar el canal que flanqueaba la calle, por el que circulaban aguas pútridas, colmadas de basuras de todo tipo y hasta cadáveres de animales. Eso era el Tercer Mundo. Bueno, más bien lo era la hilera de viviendas al otro lado de la calle, habitadas por gentes que respiraban aquel aire, por niños que jugaban en torno a aquel canal contaminado. Debo reconocerlo, me resultó repugnante. Al mismo tiempo, me sentí afortunado y me dio lástima ver que realmente había gente que vivía en tan ínfimas condiciones.

En el otro extremo se encuentra Nueva York, la capital del mundo. Yo mismo alabo esa metrópolis, de gran magnetismo, cumbre del entretenimiento. Pero también representa el culmen del capitalismo, de la vanidad humana. Te das cuenta cuando te encuentras rodeado de tan altos edificios, de rascacielos que parecen imposibles de construir. Sin embargo, lo que realmente me repugnó no fue eso, porque ciertamente disfruté de los paseos por las calles neoyorquinas, sino lo que encontré en una tienda de la Quinta Avenida. Una tienda de muñecas muy peculiar. No solo las vendían, sino que las hacían a medida de su compradora, para que se parecieran a ellas, perfectamente equipadas con conjuntos a juego. Además, había una peluquería de muñecas, un médico (taller) de muñecas, un restaurante donde las niñas comían con sus muñecas sentadas al lado como si fueran personas y las madres pagaban facturas elevadísimas. Tal vez esto me repugnó mucho más que lo que había visto en Egipto. Era el colmo de lo absurdo, alcanzaba el mayor ridículo. Me avergonzaba que la humanidad hubiera llegado al punto de dar más importancia a una simple muñeca (y gastarse tanto dinero en su manutención) que a una persona de verdad, habiendo tantas que mueren de hambre al día. Seguramente, me dolió saber que pertenecía, lo quisiera o no, a esta facción del planeta.

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